Rodar contra el miedo

En plena pandemia, el escritor, periodista y miembro noruego del H.O.G.® Mikal Olsen Lerøen se subió a su motocicleta para reunirse con los afectados en su país natal

TEXTO Y FOTOS: MIKAL OLSEN LERØEN
FOTO DE APERTURA: PAAL KVAMME
ILUSTRACIONES: LINE MONRAD-HANSEN, RES PUBLICA, NORUEGA

Siempre hay un momento antes de tomar una gran decisión en el que dudas de ti mismo. En ese momento concreto, estaba sentado en una cervecería al aire libre del sur de Noruega. La pandemia acababa de arrasar el país, y yo había tomado una decisión que cambiaría todo el periodo de confinamiento para mí. Iba a ir tan al norte de Noruega como pudiera.

A picture of a H.O.G. member on a motorcycle.
Foto: Amanda Bahl

Mi compañera de viaje sería Castor, mi Street Glide® Special en gris denim, equipada con un manillar Ape-Hanger y muchas ganas de llegar lejos. Encontrándome con gente de la calle, esperaba mantener a raya mis temores sobre la pandemia.

A motorcycle next to some mountains.

LA SALIDA

El sur de Noruega se caracteriza por montañas erosionadas, fiordos cálidos, hermosas carreteras que bordean los ríos que siguen tierra adentro y gente amable. Cuando bajé dos marchas y salí de la autopista, me di cuenta de lo tensos que tenía los hombros. Castor también parecía refunfuñar a regañadientes cuando las revoluciones bajaron y rodamos suavemente junto al fiordo.

Dirigí la mirada hacia la popular playa de Hamresanden. Había gente reunida a lo largo del paseo marítimo, sentada a lo lejos en pequeños grupos o remando mientras observaba el fenómeno del distanciamiento social. Cambié de enfoque y contemplé el río Tovdalselva: sinuosas y suaves curvas entre cuadrados verdes y rectángulos amarillo maíz, mientras rodaba entre las granjas.

A map of Norway 3.

MANTENIENDO LA DISTANCIA

Como motorista, se podría decir que ya estaba perfectamente protegido para viajar en plena pandemia. Llevaba botas de cuero largas y acolchadas sobre mis pantalones de moto, y encima llevaba una chaqueta de cuero de 8 kg, que parecía a prueba de balas. Viajar a más de 80 km/h por el campo con Castor rugiendo como un toro furioso me hizo sentir que ponía cierta distancia entre mí y todos los peligros de una COVID-19 de los que aún sabíamos tan poco.

Pero, ¿cómo lo vivían las personas cuyo trabajo implicaba el trato diario con el público? En Stavanger, me recibió en un bar Eirik, un optimista camarero de 26 años que acabaría destrozado por el virus. Durante un año cargado de miedo por el virus, las finanzas y los cambios en las normas de funcionamiento de los bares, Eirik –el hombre que preparaba el mejor Negroni de Stavanger– sería una de las muchas víctimas de las normas de aislamiento.

EL DOLOR DE LA SEPARACIÓN

Conduje hacia el interior desde Bergen, en dirección a uno de los fiordos más bellos del mundo, para encontrarme con una de las personas más solitarias de Noruega. Åge tenía 69 años y probablemente sentía que el tiempo se le escapaba entre los dedos como finos granos de arena. Tenía pareja, pero se encontraba a más de 10.000 kilómetros de ella, Mary. La COVID-19 iba a mantenerlo alejado de ella durante casi tres años. Ninguno sabía si su amor sobreviviría durante la pandemia.

Dejé a Åge en el pintoresco pueblo de Flåm, en el condado de Vestland, y fui subiendo marchas, embarcándome en un viaje por algunos de los lugares más bellos que se pueden disfrutar en moto: los fiordos de Sogn og Fjordane.

Tomé el ferry desde Fodnes, cerca de Lærdal, hasta Mannheller, pasé Sogndal, y entonces fue como si me viera envuelto en una especie de danza, con el mar dirigiendo la orquesta y la carretera siguiendo sus órdenes. Me llevó por curvas y cabos, pasando por calas y largos tramos en los que el mar se estrellaba contra la montaña. El hombre y la moto parecían insignificantes.

A map of Norway 4.

¿Qué determinación hay que tener para ganarse la vida a duras penas en el oeste de Noruega? Son más duros que la gente del sur. Más tercos, pero más callados, quizá porque intuyen que sus palabras se las lleva el viento. Aquí las carreteras son tan finas como líneas de lápiz trazadas entre las escarpadas montañas y el profundo mar. Cada vehículo que circula por ellas es como un equilibrista que no debe poner un pie en falso.

A picture of a beach.

CERVEZA AMARGA

A estas alturas, Castor había recorrido 2000 kilómetros y yo ya había perdido la pista de toda la gente a la que había conocido. Pero sabía lo que se preguntaban, aquí, en medio de Noruega. Las pequeñas comunidades estaban muy separadas, lo que dificultaba la propagación del virus. Casi no había señales de infección en Møre og Romsdal ni en los lugares más pequeños de Trøndelag. A la gente le parecía injusto no poder salir a hacer ejercicio o ir a la escuela sólo porque la pandemia afectaba a las grandes ciudades del este.

LA TOSCANA NORUEGA

La zona de Trøndelag parece hecha para ir en moto. Los suaves contornos del paisaje, las colinas redondeadas y las hermosas franjas de asfalto oscuro que cruzan exuberantes valles lo convierten en una especie de Toscana noruega, y yo estaba a punto de llegar al corazón de ella, el hermoso municipio de Frosta. La carretera se elevaba sobre el fiordo Foldfjord, elevando mi moto por encima de la extensión azul de agua salada y ofreciéndome una espectacular vista de las montañas.

Castor y yo no íbamos adecuadamente vestidos para la ocasión, pero celebramos el Día de la Constitución de Noruega con un valiente grupo de personas que habían optado por aislarse desde el principio en lugar de esperar a que entraran en vigor las normas gubernamentales. El presidente del consejo local, Frode, se convirtió en el héroe del pueblo al aplicar estas normas, al igual que sucedió ese mismo día hace 750 años cuando se proclamaron las leyes noruegas.

A map of Norway 2.

DIFERENTES PERSPECTIVAS

Ahora me dirigía a un destino más esperanzador, Træna, para conocer a alguien que utilizó la pandemia para hacer algo positivo.

Sunniva era una chica de 26 años que había cambiado radicalmente de vida tras sentirse infeliz en su piso excesivamente pequeño de una ciudad excesivamente grande. Había trasladado su “oficina” a la idílica isla de la que procedía, y ahora gestionaba desde su habitación las cuentas de varias delegaciones europeas de una empresa de Silicon Valley. Sunniva era una de las muchas personas que habían aprovechado el encierro para replantearse sus valores y deseos.

A picture of a girl and a dog.

CRUZANDO EL CÍRCULO POLAR ÁRTICO

Finalmente, Castor y yo llegamos a la región ártica de Noruega. Ya llevaba 3500 kilómetros recorridos por este largo país; pero aún me quedaban más de 1000 para llegar al Cabo Norte. Y si piensas que aquí arriba un kilómetro equivale a un kilómetro en cualquier otro lugar, piénsalo dos veces. No hay autopistas de doble carril ni generosos límites de velocidad en el norte de Noruega; tú y tu moto tenéis que luchar por cada kilómetro, a menudo circulando por carreteras de un solo carril que serpentean por paisajes inhóspitos y brutales.

Aquí, la gente está acostumbrada a valerse por sí misma. Por eso, cuando el jefe médico del municipio de Hadsel, Ingebjørn, descubrió que Noruega no disponía de un sistema digital de seguimiento de la infección por la pandemia, él mismo creó uno, que se convertiría en crucial para la lucha del país contra el virus.

A picture of the Northern Lights.

CADA VEZ MÁS DURO

Al día siguiente, opté por dirigirme al este, hacia uno de los mejores fiordos del mundo: Lyngenfjord. En este lugar, la gente teme más a los aludes que al “bicho” que ya había paralizado el mundo. Las estadísticas de los últimos 10 años revelan que se han producido 2380 desprendimientos al año en las carreteras noruegas, algo en lo que no quería ni pensar. El tiempo había empeorado durante la noche, había tierra en el asfalto y en algunos lugares el agua salía disparada hacia mí horizontalmente desde un pequeño arroyo.

Tenía tanto frío que cuando por fin entré en un hotel en algún lugar entre Lyngen y Alta, el encargado se echó atrás.

“¿Está abierto el bar?”

“No, ahora no podemos servir bebidas aquí”.

“¿Por la COVID?”

Asintió con la cabeza.

“Siéntate en el bar y te pondré un poco de whisky con hielo, luego iré a dar una vuelta y comprobaré si hay alguna ventana abierta arriba mientras esperas”.

Sonrió. Intenté devolverle la sonrisa, pero no lo conseguí.

A map of Norway 1.

Castor y yo nos preparábamos para la última gran etapa de nuestro viaje, pero la región de Finnmark es implacablemente enorme y nunca las distancias me habían parecido tan largas como aquel día.

Reposté en la ciudad de Alta una somnolienta mañana de domingo. Nadie aquí lo sabía aún, pero al día siguiente la ciudad iba a ser confinada. En las 48 horas siguientes, el máximo responsable médico detectaría cuatro brotes de la infección independientes e inconexos.

Después de repostar, disfruté de un café al sol. Una niña discutía con su madre qué helado tomar: fuera hacía cinco grados. Ahora me encontraba entre la gente más dura de Noruega.

EL FIN DEL CAMINO

Es difícil describir lo bonita que es la ciudad de Honningsvåg. En el muelle, me puse a hablar con un hombre alto que llevaba un gorro negro de estibador y guantes gruesos. Me contó la historia del patrón que encalló un barco junto al puerto porque él y su novia se lo estaban pasando muy bien jugando a las cartas. El estibador terminó su historia diciendo “al final, todos acabamos muriendo, ¿cierto?”. Este es el extremo sentido del humor, la autoironía y la dureza que tienen en el norte. Luego me enseñó su Harley®.

La carretera hacia Cabo Norte discurre por la orilla del Skipsfjorden. Estábamos a mediados de junio y, sin embargo, todavía había grandes montones de nieve amontonados en el arcén. Pasé junto a una señal que advertía de peligrosas rachas de viento durante los próximos 28 km. El viento golpeó a Castor y nos mandó al arcén.

Aquí terminaba Noruega y no podía continuar mi viaje. Me incliné suavemente sobre el borde de la meseta del Cabo Norte y contemplé el mar azul abierto. Entonces se oyó un estruendo y me quedé sin aliento por el viento que me llegaba desde abajo. ¡Maldita sea! ¡Estaba empezando a nevar!

Me di la vuelta, corrí hasta el aparcamiento y me subí a la moto. Pero no podía montar cuando nevaba. Mi pulgar derecho seguía apretando el botón de arranque y el motor empezó a rugir. Por los altavoces de Castor sonaba una canción de Tom Waits:

Hay una casa en mi bloque que está abandonada y fría.

Empecé a llorar.

Durante dos años y más de 4600 kilómetros, había mantenido a raya mis miedos pilotando a Castor y conociendo a gente nueva que me había dado esperanza, ideas e inspiración para elegir la vida que quería vivir y no lo que la sociedad piensa que es mejor. Me entraron ganas de gritar: “Eh, COVID-19, al final eres tú el que pierde”. Pero gritar en un aparcamiento vacío es peor que llorar, así que dejaré que fuera Tom Waits quien dijera la última palabra.

Lo que hace grande a una casa no es el tejado ni las puertas.

Si hay amor en una casa, seguro que esta casa es un palacio.


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